jueves, 21 de julio de 2011

AUTOR: BRANDAN ARÁOZ, CUENTO: LA RECOMPENSA

LA RECOMPENSA




Cuento de María Brandán Aráoz

Esa tarde yo me había escapado de la Colonia Montes. Me dio rabia que nos revisaran a todos la cabeza para ver si teníamos piojos o liendres, y que a los infectados nos pusieran en una fila como si fuéramos apestosos. ¿Por qué no se preocupaban así por la calidad de la comida? ¿O por darles remedios a los que estaban con tos y anginas? ¡Parecía que nada de eso les importara tanto!

Me escapé a las doce, mientras el médico y la asistente social les ponían la loción a los más chicos. La Colonia Montes quedaba muy cerca de la estación Lisandro de la Torre, así que me fui caminando por el sendero paralelo a las vías explorando entre el pasto con una caña. Mi amigo el Pancho me había contado que siempre tiran cosas de los trenes. La semana anterior, él había descubierto un reloj medio machucado pero que funcionaba.

El Pancho tiene suerte. No es un criado de favor por una vecina como yo. ¿Para eso me habían mandado del Chaco?. Yo quería ir a la escuela técnica que empezaba en marzo, pero ni para zapatillas nuevas tenía. Al final, tanta ilusión con viajar a Buenos Aires para después no encontrar ni una changa y terminar metido en una Colonia.

En eso iba pensando, cuando mi caña tropezó con algo. Al ir a levantarlo vi que era una cadena con una medalla. El dorado de la imagen estaba despintado, no parecía un objeto valioso, pero pensé que la virgen podía traerme un poco de suerte y a lo mejor hasta cambiar mi destino. Lo guardé en el bolsillo y seguí caminando despacio hasta la estación.

¿Y si tomaba un tren y viajaba un rato gratis? A la Colonia no pensaba volver todavía. Ellos nunca se daban cuenta si alguno faltaba. Y si se la daban, hasta al día siguiente no podían avisarle a mi vecina tutora porque ella no tenía teléfono en su casa. Zafar dos días enteros para hacer lo que se me diera la gana, ¡esa sí que era una suerte! ¿Y si me daba hambre? Bueno, podía volver a la noche, cuando todos estuvieran dormidos, y llevarme algo de comida de la cocina. O despertarlo al Pancho y pedirle galletitas. El siempre guardaba provisiones para comer en la cama.

La tarde que pasé no fue tan divertida como yo esperaba. Subía y bajaba de los trenes antes de que los guardas me pescaran. Y después me volvía a pie. Cada tanto, metía la mano en el bolsillo y tocaba la cadena con la medalla. Pero mi suerte no cambiaba. Como empecé a sentir hambre y cansancio (la aventura se había convertido en un aburrimiento) decidí volver a la estación Lisandro de la Torre.

Bajé la cuesta y me senté en el pasto. Tenía que hacer tiempo para llegar a la Colonia cuando todos estuvieran en sus camas y con las luces del dormitorio apagadas. Pero estaba tan cansado, que me quedé dormido.

Cuando abrí los ojos, el estómago me dolía de hambre y me sentía medio atontado. Sentada en el pasto, a mi lado, había una mujer grande vestida con un impermeable (y eso que no llovía). Al principio, su forma de mirar me hizo sentir un poco incómodo. Después decidí aprovechar la confianza para pedirle algo.

-¿No tendría unos pesos, doña? Tengo mucha hambre; hace horas que salí de casa.

-No tengo dinero para darte. Aunque si me hacés un favor, después recibirás una recompensa.

“!Sonamos! –me dije-, está medio loca. Y... pinta de enferma tiene. ¿Qué me irá a pedir, que la acompañe al hospital? Y bue... con escucharla no se pierde nada.” Para entretenerme, mientras ella se decidía a seguir hablando, saqué la cadena del bolsillo y empecé a jugar con la medalla.

-Esa es mía. ¿Donde la encontraste? –dijo la mujer.

-Estaba tirada en el pasto. Si quiere se lo devuelvo –me defendí.

-No te preocupes. Podés quedártela. Lo único que quiero es que me hagas un favor.

-Lo que usted diga, doña –dije para seguirle la corriente.

-Mañana a las once de la noche, tomá el tren aquí mismo. En el último vagón vas a ver a una chica más o menos de tu edad. Es morocha, de pelo corto, muy linda, y se viste de blanco. Dos estaciones después, un hombre querrá tirarla del tren. ¡Tenés que impedirlo!

La mujer hablaba en susurros, y parecía muy angustiada.

-¿Y por qué quiere empujarla ese hombre? –dije, intrigado.

-Porque es un loco que planea asaltarla.

La historia empezó a parecerme muy rara.

-¿Cómo voy a detener, yo solo, a un loco? ¿Y si trae un revólver?

-¿No te das cuenta? Vos debés evitar que él se le acerque. En cuanto veas a la chica, tendrás que prevenirla, convencerla para que no baje dos estaciones después, como ella quiere.

-¿Qué voy a ganar yo con esto, doña? La cadena y la medalla no tienen tanto valor. Además, si sabe lo del asalto, ¿por qué no llama a la policía, o va usted misma a prevenir a la chica? ¿No será una cómplice arrepentida?

-No soy una cómplice –dijo ella con tristeza-. Aunque de algún modo yo sería culpable si le ocurriera una desgracia. Y únicamente vos podes ayudarme a impedirla. Si salvás a esa chica –insistió-, recibirás una recompensa.

-Es inútil, doña. Con esta pinta... ¿cómo me va a hacer caso?

-Si no tenés otro modo de convencerla para que no se baje en esa estación, deberás mostrarle la cadena con la medalla. Apenas las vea, la chica creerá en todo lo que vos le digas.

Antes de que pudiera reaccionar, la mujer había desaparecido.

Volví sin ser visto a la Colonia; pasé por el dormitorio de los internos mayores de trece y golpeé la ventana. Al rato se asomó el Pancho, y me cuchicheó que lo esperara en la enfermería.

-¿Por qué te escapaste? –dijo al verme -. Tomá, te guardé comida.

Le arranqué el paquete de las manos y me engullí el sándwich de salame en dos bocados. Después saqué del bolsillo la cadena con la medalla y se las mostré muy orgulloso.

-¿Qué? ¿Te las robaste? –me preguntó el Pancho.

-¡Avisá! Las encontré tiradas en el pasto.

Y le conté todo. Hasta de mi encuentro con la mujer de impermeable y el favor que me había pedido.

El Pancho largó la carcajada.

-¡Vos soñaste! ¿O me estás haciendo una cargada?

-¿Para qué te voy a macanear? Claro que la mujer puede ser una loca o haberme mentido, pero ¿y si es cierto? ¿No puede ser una cómplice que después se arrepintió y ya no quiere que asalten a la chica? Yo no me puedo quedar así, sin hacer nada. Además, me prometió una recompensa.

-Tenés razón. Y yo que soy tu amigo te voy a acompañar.

Esta vez nos escapamos juntos con provisiones para tirar todo un día. Plata para el pasaje de tren no teníamos, pero no hacía falta. Ya sabíamos cómo colarnos sin que nos pescaran los guardas.

Al día siguiente, a las once en punto de la noche, subimos al último vagón del tren. Mi amigo fue a un extremo y yo al otro. Acordamos hacernos una seña cuando alguno de los dos reconociera a la chica.

La vi enseguida. Aparentaba más edad que yo, a lo mejor porque era muy seria y un poco estirada. Tenía vestido, zapatos y bolso blancos y ¡qué linda era! Ella ni siquiera me miró. Pero yo igual sentí vergüenza de mis jeans rotosos y mis zapatillas agujereadas. Con esa pinta de vago ¿cómo me iba a escuchar esa chica? ¿Y si al intentar hablarle se ponía a gritar creyendo que yo era un chorro? Ni siquiera tenía mi boleto. A ver si por culpa de la loca esa, y su bendita recompensa, el Pancho y yo terminábamos en la cana. Entonces recordé la cadena con la medalla, y las palabras de la mujer. Si era necesario, se las mostraría a la chica y al reconocerlas ya no dudaría de lo que yo le dijera. Tan pensativo estaba, que me olvidé de hacerle señas al Pancho. De repente sentí su voz en mi oído.

-¿Es ésa, no? La de blanco. ¿Cuál será el ladrón?

Mi amigo y yo miramos con curiosidad a todos los hombres del vagón. Ninguno nos pareció sospechoso. Un señor de bigotes leía tranquilamente el diario; dos hombres de portafolios hablaban entre ellos y se mostraban papeles; un jubilado miraba el cartel de la estación. En el otro extremo conversaban tres obreros con ropa de trabajo, y un hombre joven, muy bien vestido (al que le envidié la campera y las zapatillas) consultaba su agenda electrónica. También había mujeres, jóvenes y viejas.

El tren arrancó. Pronto llegaríamos a la siguiente estación. ¡Tenia que hablar con la chica! De los nervios, me agarró un calambre en la pierna derecha. Se me pasó enseguida, pero eso me dio una idea. Me dirigí a la señora que estaba sentada junto a la chica de blanco y le dije:

-Disculpe, doña. Sufro de un calambre. ¿No me daría un momento el asiento?

Puse tal cara de dolor, que la mujer se levantó enseguida. Le di las gracias y me senté. Pancho se paró enfrente, pero mirando para el otro lado. La cuestión era cómo empezar a decirle...

Para mi sorpresa, la primera en hablar fue ella.

-¿Por qué mentís? Antes te vi caminar hacia acá, y no tenías nada en la pierna.

No perdí tiempo discutiendo.

-Mentí para sentarme en este asiento, y poder hablar con vos.

-¿Querés molestarme? ¡Mirá que yo no te tengo miedo!

-Yo no soy el que te va a molestar, pero es cierto que estás en peligro. Hacéme caso, no te bajes en la segunda estación. La persona que me mandó a avisarte no quiere que te pase nada.

Pensé que ahí nomás gritaba, o llamaba al guarda. Me equivoqué; se limitó a mirarme y a sonreír como si yo le diera lástima. Era cierto. Ella no le tenía miedo a nada.

-¿Y qué me puede pasar, si no te hago caso?

-En este vagón hay un hombre que te quiere asaltar. Si no tenés cuidado, te puede tirar del tren.

Los ojos castaños se le agrandaron por el asombro, y todo el color se le fue de la cara. “Ahora grita. Ahora llama al guarda” –pensé, asustado. Miré al Pancho, pero éste no me hacía caso porque estaba distraído observando a los pasajeros.

El tren frenó, algunas personas bajaron, y la máquina volvió a arrancar. Todo, sin que ella dijera una sola palabra. En la siguiente estación sería el supuesto asalto. A lo mejor yo estaba medio loco, pero empecé a desesperarme.

-¡Por favor! ¡Tenés que creerme! En este vagón hay un loco que va a tratar de empujarte.

-No te preocupes por mí. En la próxima yo me bajo –y me desafió con la mirada-. Yo no le tengo miedo a ningún vago ¿sabés? A cualquiera que me siga, lo denuncio.

Y se levantó del asiento sin hacerme caso. Le indiqué por señas al Pancho que se ubicara delante de la puerta. Yo seguí a la chica, la tomé del brazo y le puse la cadena con la medalla a la altura de su vista.

-¡Mirálas! La mujer me dijo que las ibas a reconocer.

Se me abalanzó furiosa.

-¿Vos se las robaste, no? ¡Contestáme, vago!

Algunas personas empezaron a mirarme con mala cara. Por suerte ya entrábamos en la estación. El tren frenó, se abrieron las puertas, y los curiosos bajaron. Ella me exigía una respuesta. Y Pancho seguía delante de la puerta. En eso lo vimos cruzar como una ráfaga por el vagón. El tipo de la campera y las zapatillas que yo había envidiado antes. Le tiró del bolso a la chica justo cuando el tren arrancaba. Si el Pancho no lo empuja a él, y yo no la sostengo a ella, la tira a las vías.

Algunas personas corrieron al loco por el andén, pero el de las zapatillas volaba.

Acompañamos a la chica hasta un banco y nos sentamos uno de cada lado. Daba lástima verla; estaba blanca como una sábana y medio paralizada. Para hacerla reaccionar le conté la historia completa sobre la cadena y la medalla, sobre la mujer de impermeable y sobre el favor que me había pedido. Como la chica seguía sin hablar. No pude aguantar más la curiosidad y le pregunté.

-¿Vos conocías a esa mujer, no?

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.

-Hace cuatro semanas, en la estación Lisandro de la Torre, una señora perdió su cadena con su medalla. Dos estaciones después, un loco quiso asaltarla, la tiró del tren y ella murió. Esa señora era mi madre. Desde ese día, repito todas las noches su recorrido. Pensé que si el asesino volvía a actuar, yo lo reconocería. Pero ya ves... no sirvió de nada. Ni siquiera voy a poder denunciarlo.

-¡Pero yo la vi! ¡ Y ella me pidió que te salvara!

-A lo mejor la viste en sueños. Y ella te pidió que me ayudaras.

-Eso fue lo que yo le dije –intervino el Pancho

No supe qué hacer. La cabeza me daba vueltas. Y ahora la chica lloraba. De pronto se calmó y me dijo:

-Me salvaste, y te merecés una recompensa. Mi madre me dejó algo de plata y...

Ahí me enojé, y le dije que yo a su plata no la quería; que andaba buscando trabajo para no volver a la Colonia, porque en marzo quería empezar la Escuela Técnica. ¡Yo no era un vago cualquiera!

-Si lo que necesitás es trabajo, mi padre puede ayudarte –me contestó.

Y sonrió tan lindo, que yo hubiera querido decirle otras cosas, pero el Pancho escuchaba y me dio vergüenza. Hubiera querido decirle que la mejor recompensa era haberla conocido a ella, y que me gustaría poder ser su amigo. Aunque esas cosas nunca pasan en la realidad, solo en los sueños. Por las dudas, metí la mano en el bolsillo y apreté fuerte la cadena con la medalla.

Del libro "Cuentos para Tiempos de Crisis", Editorial San Pablo.

FUENTE: ASTERIONXXI

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